- Con la mal llamada Ley de Víctimas se abre el camino a una nueva historia oficial, cuyo relato se centra en negar las causas históricas del conflicto armado en Colombia y se fortalece una memoria oficial, la de la oligarquía colombiana, una memoria mutilada y fragmentada que sirve al capitalismo salvaje a la colombiana para presentarse como una víctima más de la guerra y ocultar su protagonismo como el responsable del genocidio continuado que ha desangrado a este país durante los últimos 65 años.
La llamada ley de Víctimas es un decreto demagógico e insustancial que no ataca los problemas de fondo que han originado la tremenda impunidad que encubre el terrorismo de Estado, entre otras razones porque el Estado no asume ninguna responsabilidad en la violencia, como si hubiera sido, y lo siguiera siendo, una mansa paloma. En la mencionada ley se incurre en el esperpento de señalar que hasta los militares forman parte de las víctimas (Artículo 3, parágrafo 1º). Tamaño despropósito no se compadece con la historia de horror en que se han visto involucrados los cuerpos represivos del Estado en los últimos 50 años, sobresaliendo como el hecho más reciente los denominados “falsos positivos”, un nombre elegante para referirse al asesinato de más de tres mil colombianos por parte del Ejército.
Cuando se plantea el asunto en estos términos, se está incurriendo en una tremenda falsificación de la historia colombiana, para negar las raíces históricas del conflicto interno y para ocultar la responsabilidad de las clases dominantes y de su Estado en la perpetuación de la violencia en este país hasta el momento actual.
Para hacer posible esta maniobra orquestada de maquillaje han sido funcionales la mayor parte de los violentoólogos y de los pazólogos (expertos en la paz) una gran cantidad de los cuales fueron uribistas, y ahora son santistas. Estos violentólogos, unos verdaderos mercenarios en el campo del intelecto, se han dado a la tarea de lavarle la cara al capitalismo criollo, a cambio de unas cuantas migajas. Estos violentólogos son los que han hecho del tema de la violencia no tanto un asunto de reflexión sino una forma de vivir. Para ello, han creado ONG’s, fundaciones, institutos de investigación, a través de las cuales han recibido cuantiosos fondos en moneda dura (léase euros o dólares) de entidades ligadas en forma directa con los intereses imperialistas, como la Fundación Ford, la Unión Europea y la USAID, entre otras.
Esos violentólogos se autoproclaman como los representantes de la “sociedad civil”, una noción por completo insustancial y sin sentido alguno, pero que les sirve para presentarse como “intelectuales de avanzada” y obtener reconocimiento tanto dentro como fuera del país, lo que es otra forma de decir que se cotizan en el mercado del conocimiento como los expertos número uno en el tema de la violencia, a cambio de lo cual obtienen cuantiosos dividendos.
Son los mismos que aparecen como “expertos” en todos los asuntos que guardan relación con la guerra y la paz y continuamente son invitados por canales de televisión a que den sus doctas opiniones, en las cuales difícilmente se encuentra una idea crítica del capitalismo criollo, algo que ha desaparecido por completo de su imaginario. Se han convertido en asesores de presidentes, ministros o alcaldes en materia de seguridad y brindan consejos al respectivo “príncipe” sobre la forma como deben hacer la guerra y le dan sugerencias al Ejército sobre las tácticas y estrategias más eficientes que deben emplear en el campo de batalla para salir triunfadores, al tiempo que piden que se inviertan más recursos en comprar aviones y helicópteros para bombardear a la gente del campo, así como alaban todos los resultados “positivos” de las acciones contrainsurgentes y el refinamiento en el “arte” de matar por parte del Estado.
Estos mismos violentólogos se convirtieron en una de las columnas centrales, de tipo ideológico, del régimen uribista y ahora continúan por esa misma senda durante el régimen santista. Uno de sus “teóricos” de cabecera vendió la idea que Colombia es una democracia asediada por los violentos y el Estado es una de las víctimas y luego puso en circulación la ocurrencia funcional del uribismo de que nos encontramos en la etapa del posconflicto. Ese mismo individuo presidió durante los ocho años de AUV la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (CNRR) y ahora, como para que no quede duda del carácter burocrático de su labor, forma parte de la junta directiva del Fondo de Víctimas de la Corte Penal Internacional (CPI).
En la práctica, esos violentólogos contribuyeron a escribir una nueva historia oficial de la violencia en Colombia, muy en sintonía con la llamada “historia revisionista”, que practica un individuo como Eduardo Posada Carbo (ver ese conjunto de ocurrencias sin sentido histórico que se encuentran en ese libelo de mal gusto titulado La nación soñada), que pretende convencernos que este país es un remanso de paz, democracia y libertad, con unas instituciones sólidas y, además, se deleitan en alabanzas a la Constitución de 1991 como el máximo logro de nuestra pretendida civilidad.
Esos violentólogos han copado los pocos espacios de opinión que existen en este país. Son indistintamente “investigadores” o “directores de investigación” de proyectos avalados por COLCIENCIAS, por la ONU o por cualquier ente burocrático nacional o extranjero, siempre y cuando entreguen dinero, manejan departamentos y programas académicos en universidades públicas y privadas (el IEPRI de la Universidad Nacional, Departamentos de Ciencias Políticas, Corporación Nuevo Arco Iris…). Los periódicos y revistas tradicionales de la oligarquía (El Tiempo, El Espectador, El Colombiano, Semana…) les han abierto sus páginas para que escriban columnas en las que, codeándose con sicarios de pluma de la extrema derecha, alaben al Estado colombiano, al Ejército, al Plan Colombia, a la intervención estadounidense como medidas necesarias para acabar con el “terrorismo”, porque con muy contadas excepciones, el grueso de los violentólogos ha asumido la misma matriz analítica de las clases dominantes de este país y del imperialismo.
No por casualidad, los violentólogos y pazólogos han contribuido a difundir el término de “victimas” para referirse indistintamente a antagónicos sectores sociales y políticos, porque con este lenguaje lastimero se le quita el carácter político y consciente de lucha a sujetos que han resistido la opresión y han defendido su dignidad (y por eso sería mejor llamar los vencidos) y para cerrar el cuadro se le asigna el mismo carácter a quienes han enfrentado la injusticia (ubicados en el espectro político en la izquierda y pertenecientes a comunidades campesinas, indígenas o de trabajadores), como a los que forman parte de organismos criminales por excelencia (como son las fuerzas armadas de Colombia).
Ahora, para completar, la Ley de Victimas va a fundar una extendida burocracia en diversos ámbitos, entre la que sobresale la creación de un Sistema Nacional de Atención a las Victimas, que reemplaza a la inútil Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación. Pero también, y es lo que debe subrayarse, se crean otras entidades burocráticas como el Centro de Memoria Histórica, “adscrito al Departamento Administrativo de la Presidencia de la República” (artículo 146). Aunque en el Parágrafo del artículo 143 se afirme que las instituciones del Estado no impondrán una historia o verdad oficial, la creación de un Centro de Memoria Histórica, ligada de manera directa a la Presidencia de la República, apunta en la dirección de fortalecer una visión oficial de la historia de la violencia en Colombia, versión que, por lo demás, ya aparece en la Ley de Victimas, porque allí ni el Estado, ni sus cuerpos represivos, ni las clases dominantes son responsables de la violencia y el terrorismo oficial. Esta tergiversación de nuestra historia ya forma parte de la “verdad oficial”, y es la que los violentólogos y pazólogos han contribuido a reforzar en los últimos años desde la CNRR y desde todos los medios de difusión académicos y periodísticos en los que participan.
Como la Ley de Victimas tiene una vigencia de diez años, los negociantes académicos de la violencia, deben estarse frotando las manos de júbilo y alegría y deben estar haciendo cuentas con calculadora en mano, porque durante un decenio van a tener asegurado un empleo rentable, como investigadores y asesores en la repugnante tarea de contar muertos o desaparecidos, con lo cual los más prestigiosos violentólogos y pazólogos aseguran cuantiosos ingresos económicos, mientras explotan a vasta escala a estudiantes y asistentes de investigación, los que en realidad efectúan las labores duras de recolección de información y trabajo de campo.
Por supuesto, a cambio de empleo y recursos, los intelectuales de la guerra van a contribuir a fortalecer la historia oficial y la memoria del poder en Colombia, en lo cual ya han avanzado de manera notable al negar todas las barbaridades y crímenes cometidos durante los ocho años del régimen narcotraqueto del ordinario finquero que ocupó el Palacio de Narquiño, al que alaban abiertamente por su política de “inseguridad anti-democrática” y por devolverle la “tranquilidad al país”, porque, entre paréntesis, algunos violentólogos tienen finca en las afueras de las grandes ciudades y se regocijan porque son los que pueden viajar por las carreteras del país. Incluso, esos mismos violentólogos apoyaron, de manera abierta o velada, acciones tan criminales y violatorias del derecho internacional, como la masacre de Sucumbíos en marzo de 2008.
Así que con la mal llamada Ley de Victimas se abre el camino a una nueva historia oficial, cuyo relato se centra en negar las causas históricas del conflicto armado en Colombia y se fortalece una memoria oficial, la de la oligarquía colombiana, una memoria mutilada y fragmentada que sirve al capitalismo salvaje a la colombiana para presentarse como una víctima más de la guerra y ocultar su protagonismo como el responsable del genocidio continuado que ha desangrado a este país durante los últimos 65 años.
En esa perspectiva, no resulta raro que en lo sucesivo veamos la repetición constante de imágenes de un cinismo extremo, como aquellas en las que un personaje que por su amplio prontuario criminal ocupó la presidencia de la República, se declaró víctima y perseguido ante las cámaras de televisión. Esto es una simple expresión de la forma -y un anticipo de todo lo que nos espera en materia de “memoria”- como se está reescribiendo la historia contemporánea de la violencia en Colombia, en la que los criminales aparecen como “prósperos empresarios” y “hombres de bien” y el resto de colombianos pobres y humildes, que han sido despojados y masacrados por terratenientes, cuerpos represivos y sus paramilitares, son presentados como simples “bandidos” o “terroristas”.
(*) Renán Vega Cantor es historiador. Profesor titular de la Universidad Pedagógica Nacional, de Bogotá, Colombia.
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