Tomado de Proceso
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BOGOTÁ.- (apro).- Saquearon los recursos destinados a la salud pública hasta hacerla fracasar, cobraron de grandes compañías estadounidenses para asesinar a sus sindicalistas, utilizaron los juegos de azar para controlar los procesos políticos, se adueñaron de las regalías del petróleo y el carbón.
Durante los años noventa y hasta 2007, los grupos paramilitares de extrema derecha, organizados en las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), no sólo se financiaron mediante actividades de narcotráfico.
Lo que sólo ahora se sabe, y ha sido documentado hasta el detalle por los investigadores de la Corporación Nuevo Arco Iris (CNAI) en su libro La economía de los paramilitares. Redes de corrupción, negocios y política (Debate, Bogotá, 2011), es que más allá del contrabando de drogas, estos grupos armados penetraron hasta una profundidad insospechada en numerosos sectores de la vida económica de su país, desviando recursos aún no cuantificados, pero que se estiman en miles de millones de dólares. Gran parte de este dinero fue reinvertido en promover la violencia que ha sangrado a Colombia.
La campaña de desmovilización de los paramilitares que realizó el gobierno anterior de Álvaro Uribe, y que culminó con la extradición a Estados Unidos de los principales cabecillas, no terminó con el fenómeno y muchos paramilitares continúan activos bajo el nuevo eufemismo oficial de bacrim (bandas criminales). Sin embargo, su presencia económica decayó por un breve periodo. Pero el intento de Uribe por reelegirse, el año pasado, “fue un momento que aprovecharon esos grupos para recomponerse”, por lo que su capacidad de influir en los comicios “es un gran riesgo para las elecciones regionales de octubre” próximo, explica Mauricio Romero Vidal, coordinador de los ocho investigadores del libro.
La economía de los paramilitares fue el segundo título más vendido por su casa editora en la Feria del Libro de Bogotá, en cuyo marco fue presentado el pasado 12 de mayo.
Trasnacionales cómplices
Para hacer un retrato del fenómeno que llama “paraeconomía”, la CNAI escogió siete situaciones emblemáticas, registradas en prácticamente todas las regiones de Colombia. Una de ellas es la de las trasnacionales Drummond y Chiquita, que aseguran ser también víctimas de la violencia, un argumento que, dice el libro, “pone a las poderosas empresas en el mismo nivel de indefensión que las familias de campesinos y trabajadores agredidas”.
Sin embargo, revela Mauricio Romero, no son para nada inocentes: “Hay compañías que apuestan al riesgo y se meten en países con conflictos para tratar de lograr acuerdos beneficiosos en términos ambientales, en términos laborales, en términos de autonomía en manejo de seguridad, etcétera, en espera de así tener mayores ganancias”.
Afirma el documento: “La posibilidad de negociar con un Estado ansioso de atraer recursos externos abrió oportunidades de ventajas económicas, marcos de regulación flexibles o inexistentes o autonomía para definir sobre temas como la seguridad pública”.
Entre 1997 y 2006, las filiales colombianas de la bananera Chiquita Brands (Banadex) y de la minera Drummond Company (Drummond Ltda.) pagaron al menos 3.2 millones de dólares a los jefes paramilitares para recibir “servicios de seguridad” y “normalización laboral”.
Por ejemplo, Banadex “estuvo vinculada con el contrabando de 3 mil fusiles AK-47 y 2.5 millones de municiones para las AUC a finales de 2001”. Los directivos de Drummond, por su lado, están acusados de participar en el asesinato de dos presidentes y un vicepresidente del sindicato de la compañía en ese mismo año, entre otros delitos graves.
“La conformación y financiamiento de grupos paramilitares sirvió para neutralizar los costos asociados a los ataques de la guerrilla, por un lado, pero también para reducir al mínimo la capacidad de negociación de los sindicatos”, se asegura en el libro, que concluye que Chiquita y Drummond “jugaron un papel importante en el fortalecimiento del sistema de guerra colombiano”, porque al financiar a los paramilitares, “patrocinaron la prolongación del conflicto” y, además, “han agudizado conflictos sociales”.
La investigación de la CNAI se sustenta en versiones de jefes paramilitares, testimonios de víctimas, sentencias de fallos judiciales en cortes internacionales y nacionales, registros de prensa y estudios sobre la violencia.
Otros casos de compañías extranjeras no fueron incluidos en el libro porque aún no ha sido posible reunir evidencia. Entre ellos destaca el de Coca Cola, acusada de pagos a paramilitares para asesinar sindicalistas en un proceso que empezó en 1998 y todavía no concluye. “A pesar de la antigüedad, aún no hay fallo”, explica Laura Bonilla Pinilla, investigadora de la CNAI, “y por eso no es posible disponer de información jurídica verificable. Y el sindicato de Coca Cola en Colombia ha sido uno de los más golpeados en términos de asesinatos”.
Mauricio Romero señala que los sindicatos estadounidenses cuestionan que su país firme un tratado de libre comercio con otro en donde se mata a los trabajadores con impunidad: “¿Cómo es posible que aquí matan a unos 3 mil 500 sindicalistas y habrá fallos en alrededor de 15 casos?”
Privatización desastrosa
En Colombia la privatización de la seguridad social derivó en un desastre. La revista Semana del 16 de mayo da cuenta de que SaludCoop, un emporio que mueve mil 400 millones de dólares al año, con 4 millones de usuarios, considerado como una de las 100 mayores empresas de Latinoamérica, se precipitó por el pozo de una serie de fraudes hasta que el Estado se vio obligado a nacionalizarla.
El proceso de privatización, que empezó en 1993, creó un mercado mixto en el que se conservó una oferta pública, el Instituto de Seguros Sociales (ISS), que posteriormente se dividió en siete Empresas de Servicios del Estado (llamadas ESE). Eventualmente, las ESE fueron liquidadas o vendidas al sector privado para convertirse en Empresas Prestadoras de Salud (llamadas EPS). SaludCoop era la EPS más grande.
El Fondo de Solidaridad y Garantía (Fosyga) es la entidad en la que cotizan los colombianos y que paga los servicios de salud que estos reciben de las empresas. Ordeñar al Fosyga a través de las ESE se convirtió en una fuente interminable de recursos y, aunque esas prácticas fueron el pretexto para desaparecer las ESE y ceder todo el protagonismo a las EPS, éstas continuaron el saqueo de abrumadoras dimensiones.
“En la costa caribe colombiana, tú ves que distintas redes políticas asociadas con los paramilitares se toman el sistema de salud local y empiezan a robarse los recursos de la salud bajo distintas modalidades”, explica Romero. “Unos porque habían capturado los organismos de representación local y eran capaces de nombrar al director del hospital, de hacer acuerdos con la EPS, con los hospitales. Otros por fuerza física. Esto está documentado para la costa atlántica pero sucedió también en la provincia de Santander, en los Llanos Orientales, en el Valle y en las otras regiones de Colombia”.
La Economía de los paramilitares documenta el caso del exsenador Dieb Maloof, hoy encarcelado, que participó en 2006 en la reforma de la Ley 100 (originalmente aprobada en 1993), que regula la prestación de servicios de salud.
En ese mismo año se liquidó la ESE José Prudencio Padilla, que reemplazó al ISS en la costa norte, y que Maloof y sus secuaces la saquearon hasta secarla.
Se explica en el libro: “De la contratación de dicha ESE en el 2005, el 50 por ciento se hizo a través de 24 cooperativas, de las cuales 13 estaban ligadas a Maloof. Eso quiere decir que de un presupuesto de 165 mil millones de pesos (91 millones de dólares) de la ESE, 82 mil millones (45 millones de dólares) fueron contratados con cooperativas y, las 13 relacionadas con Maloof, manejaron 23 mil 245 millones de pesos (13 millones de dólares)”.
Para los grupos paramilitares, se trataba de negocios con múltiples ventajas. Desde las de tipo personal, pues “no son un ejército con una jerarquía de mando que implique una apropiación colectiva de los recursos, es una federación donde se permite la apropiación individual”, explica Laura Bonilla.
También ayuda a mantener el dominio sobre la población, “que no se ejerce exclusivamente con la administración de la violencia. Si tienes el control no sólo de recursos sino del acceso a la salud, estás generando modelos de clientela súper exitosos. Y también sirve para lavar plata del negocio ilegal, porque son mercados mucho más porosos y desestructurados, mucho menos regulados”, sostiene.
Romero plantea como una línea de investigación hacer el cálculo de los ingresos de los grupos paramilitares: “De 3 mil 500 a 5 mil millones de dólares entraban al año en términos de narco. Además hay que ver los recursos de salud, los de regalías del petróleo, los de regalías del carbón, los contratos de obras públicas…”
El denominador común de estos casos “combinaba la amenaza y ejercicio de violencia y la ubicación de personas de confianza en puestos claves en las administraciones locales, instituciones prestadoras de servicios, y cooperativas”, establece la investigación.
“Lo interesante es por qué los organismos de control no percibieron eso que estaba sucediendo”, reflexiona Romero. “Yo creo que había un interés desde el gobierno nacional (del expresidente Álvaro Uribe) de hacer aparecer la desmovilización como un éxito total”.
Prensa, organismos de derechos humanos y partidos de oposición denunciaban que los paramilitares seguían cometiendo crímenes. “Sólo durante el proceso de negociación asesinaron a más de 2 mil personas”, apunta Bonilla.
Romero continúa: “Se hacía énfasis en que seguían matando y traficando con drogas, lo que no sabíamos era que además se estaban robando todos estos recursos públicos, y la presidencia negaba rotundamente que todo esto sucedía. Frente a esta negación, los organismos de control cómo iban a denunciar, si el mismo presidente y su gabinete decían ‘no, estos señores están en proceso’…”
Recuerda que “Luis Calos Restrepo, el comisionado de paz, decía ‘es que los paramilitares es como una tractomula en bajada, pones los frenos pero hay que esperar que pare’. Me parece hay una responsabilidad del gobierno nacional grandísima”.
Después de que en mayo de 2008 los 17 principales jefes de las AUC fueron extraditados a Estados Unidos y de que numerosos senadores y representantes fueron sometidos a juicio por su vinculación con los paramilitares (en un proceso que ya alcanza a unos 400 políticos de nivel nacional y local, y que se inició a raíz del primer libro de la CNAI, Parapolítica, que reveló sus relaciones de complicidad), “hubo desconcierto, fragmentación de las redes, invisibilización de lo que quedaba (del paramilitarismo), porque en ese momento era riesgoso aparecer asociado a un parapolítico o a un antiguo jefe de las AUC”, explica Romero.
Sin embargo, el “empecinamiento” de Álvaro Uribe por lograr su reelección en 2010 (la Corte Suprema determinó que era anticonstitucional), “y en no ver todos esos fenómenos regionales de ilegalidad cercanos a las redes que querían su reelección, fue un momento aprovechado por todos estos grupos para recomponerse. Ello a pesar de los golpes de la policía, de las investigaciones de la Corte Suprema, de la fiscalía, estos señores mantienen un poder regional importante”, explica el investigador.
“La CNAI ha detectado 67 municipios en riesgo electoral alto” con vistas a los comicios de octubre, concluye Bonilla. “Van a ser un termómetro de qué tanto poder van a ser capaces de mantener o de recuperar estos señores. Y son elecciones donde se define el sustrato del poder político en Colombia, pues las regiones ponen presidente en este país”.
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